A veces llega con el
viento mientras volamos una cometa. La escucho en la risa agitada de Augustė cuando saltamos entre las hojas. O brilla en los ojos azules de Saulė si aprendo nuevas palabras.
Viaja conmigo en el tren, pero no paga
billete. Se acomoda en mi regazo. Sonríe a los niños. Y traviesa, mira de reojo
al chico del abrigo verde que roba minutos a mi lectura.
Se cuela también por las noches mientras
hablamos, entre copas de vino y acordes de guitarra. En la madrugada, sube a la
azotea para mirar la Luna llena. Y al amanecer, huele a té con cereales.
Pasea por las calles sin prisa, embriagando
todos mis sentidos. Refleja su sonrisa en las aguas cristalinas de un lago. Respira paz, suspira y se queda muda ante la inmensa belleza de un paisaje.
Se enamora del (y al) atardecer. Cocina cepelinais.
Juega al baloncesto. Baila polka. Habla mil y un idiomas, pero siempre se despide
con un abrazo… Como Federico Luppi en San Luis, siente que aunque el mundo es
infinito, de momento ella ha encontrado aquí su lugar.
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