Dice Grey, y lo repito yo a gritos, que “a veces lo que
esperas es peor si lo comparas con lo inesperado”.
Después de muchos años, meses y días con los brazos
abiertos, creyendo que la fórmula mágica a todos mis problemas iba caer en
picado desde cielo, he comprendido que la mejor solución es, precisamente, no
esperar nada.
Como la fiesta
sorpresa de mi 23 cumpleaños, las cartas en el buzón desde Dublín, Galicia o
Venezuela, los correos en portugués, las noches en la biblioteca que amanecen
comiéndonos un croissant, ese regalo del amigo invisible que hoy me muerde las
zapatillas y devora las manzanas, los mojitos de fresa de los conciertos, los
dibujos de mis primas y los cuentos que inventamos, las conversaciones que
empiezo de morros y acabo sonriéndote a miles de kilómetros… me miraste en un
abril que alguien me había robado, día tras día.
Volverás, hablaremos,
me contarás tus aventuras, te hablaré de mis rarezas… pero no pasaré la vida
esperando, porque lo cierto es que la vida pasa y el tiempo a nadie espera.